martes, 26 de septiembre de 2023

GN

Mientras el aspirante Feijóo declama su oración fúnebre por una España siempre pronta a romperse si  las derechas no mandan en ella, veo en directo los preparativos del funeral laico y el último paseo por Roma de un napolitano casi centenario, comunista y reformista y dos veces presidente de la República de Italia, antifascista y resistente, hombre de honor y dignidad al que ahora rinden los honores de despedida en el Parlamento donde entró por primera vez en 1953, el año en que estaba yo naciendo.

Y lloro ¡qué le vamos a hacer! con mis amigos italianos, i miei compagni, que lo respetan y aun lo quieren. Solemne su entrada a Montecitorio, il Congresso dei deputati, hoy catedral del laicismo a la italiana, donde incluso un cardenal pronunciará una homilía laica y cívica. Ayer fue el mismo Papa Francisco quien presentó personalmente sus respetos en el aula del Palazzo Madama, sede del Senado, ante el féretro de Giorgio Napolitano. Un hecho insólito, y elocuente.

Dos Congresos hoy tan distintos, el de mi España y el italiano, las máximas representaciones políticas de mis dos patrias afectivas. En uno, las derechas que hoy se saben de antemano derrotadas, aunque no vencidas, por la mayoría de representantes de la soberanía nacional. En otro, las derechas en mayoría y la más extrema al frente del Consejo de ministros de un Gobierno de coalición con los independistas de allí -y los neosoberanistas- dentro.

Y la memoria me lleva a otro congreso, aquel del PCE donde Julio Anguita fue elegido secretario general, febrero de 1988. Algo tuve que decir -lo sé, pero no voy a traerlo ahora aquí- para que Napolitano y Pietro Ingrao, otra figura inolvidable del comunismo democrático, que encabezaban la delegación del Pci (aquel Partido que se disputaba con la Democrazia cristiana un puesto en la eternidad), me buscaran para felicitarme, mostrar su acuerdo con las posiciones que por aquel entonces defendí… y ofrecerme una estancia en la escuela de formación de cuadros del partido italiano. A la que no asistí, todo sea dicho.

Si dijera que no me sentí halagado os mentiría. Pero es igualmente cierto que lo que más me sorprendió fue la modestia y la amabilidad de aquellos dos gigantes del eurocomunismo y de la política y el parlamentarismo italianos conversando conmigo. Con un nadie.

El mismo nadie que hoy se emociona y se conmueve con la emoción de Sofía, la nieta de Giorgio, que  recuerda en sus palabras cómo su abuelo daba la mayor de las importancias al valor de la amistad y el combate por los ideales. Con Anna Finocchiaro, que no puede reprimir sus lágrimas evocando la memoria de su amigo Napolitano. 

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