Mientras el aspirante
Feijóo declama su oración fúnebre por una España siempre pronta a romperse
si las derechas no mandan en ella, veo
en directo los preparativos del funeral laico y el último paseo por Roma de un
napolitano casi centenario, comunista y reformista y dos veces presidente de la
República de Italia, antifascista y resistente, hombre de honor y dignidad al que
ahora rinden los honores de despedida en el Parlamento donde entró por primera
vez en 1953, el año en que estaba yo naciendo.
Y lloro ¡qué le vamos
a hacer! con mis amigos italianos, i miei
compagni, que lo respetan y aun lo quieren. Solemne su entrada a
Montecitorio, il Congresso dei deputati, hoy catedral del laicismo a la
italiana, donde incluso un cardenal pronunciará una homilía laica y cívica.
Ayer fue el mismo Papa Francisco quien presentó personalmente sus respetos en
el aula del Palazzo Madama, sede del Senado, ante el féretro de Giorgio
Napolitano. Un hecho insólito, y elocuente.
Dos Congresos hoy tan
distintos, el de mi España y el italiano, las máximas representaciones políticas
de mis dos patrias afectivas. En uno, las derechas que hoy se saben de antemano
derrotadas, aunque no vencidas, por la mayoría de representantes de la
soberanía nacional. En otro, las derechas en mayoría y la más extrema al frente
del Consejo de ministros de un Gobierno de coalición con los independistas de
allí -y los neosoberanistas- dentro.
Y la memoria me lleva
a otro congreso, aquel del PCE donde Julio Anguita fue elegido secretario
general, febrero de 1988. Algo tuve que decir -lo sé, pero no voy a traerlo
ahora aquí- para que Napolitano y Pietro Ingrao, otra figura inolvidable del
comunismo democrático, que encabezaban la delegación del Pci (aquel Partido que se
disputaba con la Democrazia cristiana un puesto en la eternidad), me buscaran
para felicitarme, mostrar su acuerdo con las posiciones que por aquel entonces
defendí… y ofrecerme una estancia en la escuela de formación de cuadros del
partido italiano. A la que no asistí, todo sea dicho.
Si dijera que no me
sentí halagado os mentiría. Pero es igualmente cierto que lo que más me
sorprendió fue la modestia y la amabilidad de aquellos dos gigantes del
eurocomunismo y de la política y el parlamentarismo italianos conversando
conmigo. Con un nadie.
El mismo nadie que hoy se emociona y se conmueve con la emoción de Sofía, la nieta de Giorgio, que recuerda en sus palabras cómo su abuelo daba la mayor de las importancias al valor de la amistad y el combate por los ideales. Con Anna Finocchiaro, que no puede reprimir sus lágrimas evocando la memoria de su amigo Napolitano.
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