Pero en la memoria no solo habita aquello que
ocurrió en el pasado. En el origen improbable de una biografía, en la labor
incansable de un juez, en la persistencia de una familia, en el llanto de un
amigo que no quiere olvidar, en la rabia, en la impotencia, en el fondo de la
herida de Chile, hay, también, un gesto desesperado hacia el futuro. Y este
medio siglo nos recuerda la urgencia de volverlo a disputar.
Alia
Trabucco Zerán, Cincuenta veces once,
EL PAÍS, 10/09/2023
Dice nuestra escritora
que Chile no está solo en esta historia. Es la de España, la de
Argentina, la de Uruguay, la de Brasil. Pero cómo duele medio siglo en este
Chile malherido. Y sí,
a mi me duele Chile tanto como me duele España, si es que se puede seguir
diciendo así, y que el dictador de aquí, como el de allí, acabara muriendo en
su cama sin que la justicia se hiciera. No. No ha triunfado la justicia ni en
Chile ni en España, y es difícil llamar justicia a la que tarda cincuenta años
¡cincuenta! en hacerse. Por eso las hijas de Víctor Jara -te recuerdo, Amanda-
no acaban de sentirla por más que hace tan solo unos días se haya condenado por
fin a los asesinos de su padre.
Fueron 44 balazos los que se incrustaron en el cuerpo
torturado del cantante del pueblo. Cuarentaycuatro. La saña y el odio.
Recientes todavía cuando en una noche de septiembre un año después en
Copenhague -anochece allí a las cuatro de la tarde- cuatro jóvenes españoles
pudimos ofrecer nuestras condolencias y nuestro pésame a dos mujeres, dos
viudas, dos resistentes de la dignidad herida de Chile: Joan Jara y Hortensia
Bussi de Allende. Con ellas, las hijas de Joan y Víctor, y Amanda, a la que
prometí que, de tener un día una hija, la mía llevaría su nombre. Y así fue, y
la llamamos Amanda Libertad, que nació en el 76, la democracia apenas si
recuperada en nuestra España, y que después nos dejó en prenda su sonrisa
ancha.
Es medio siglo. Son cincuenta años ya los que se cumplen de
aquel acto de ignominia, de sangre y fuego, que aún hoy se niegan muchos a condenar
como el golpe de Estado que fue. Allí en Chile, como aquí en España. Medio
siglo de las muertes de Allende, de Neruda, de Jara, de la democracia y las
libertades. De aquella portada toda en negro de Triunfo. De aquel día en que empezamos a llevar a Chile en el
corazón y a tener por hermanos a todos los chilenos.
Aquel 11 de septiembre de 1973 vimos, sentados a la mesa,
hora de la comida, los aviones de guerra bombardear La Moneda. El televisor, en
blanco y negro. Y así han sido desde entonces en mi memoria las imágenes de ese
día. ¡Qué hijos de puta!, no me pude
contener. Y en aquella sucesión de emociones mis hermanos y yo declaramos
nuestra militancia clandestina en el Partido Comunista y en la UJCE mientras mi
madre lloraba, más de miedo, creo, que de alegría. Yo, el mayor, estaba por
cumplir los veinte años.
He estado después en Santiago. Y en Valparaíso y La Isla
Negra. He llorado en aquella hermosa plaza liberada, sí, por todos los ausentes,
y ante la tumba alegre y colorida de Violeta Parra. Y he paseado por La
Alameda, que volvió a abrirse para todos nosotros, y compartido sueños y
saberes con maestros y profesores de allí.
Mi recuerdo está hoy en Juanito, el padre de Marcela, y en la
dignidad humilde que vi en sus ojos el día en que la fortuna me agració con su
afecto.