Las campañas electorales, que fueron en su día momentos de esperanza
democrática, son hoy el testimonio más elocuente del grado cero -por decir algo
más elegante que ‘ramplón’- de inteligencia política de nuestros días.
Dar cuenta de lo hecho con el voto recibido por quien aspira a revalidar
encargo, criticar con agudeza lo no (o mal) hecho por quien quiere reemplazar
al o a la que manda, detectar necesidades, avanzar (nuevas) propuestas.
Dialogar, proponer, ofrecerse a construir. Debatir.
Es todo lo que espero, y es lo que no encuentro, en la campaña (que hasta
regusto bélico tiene el nombre), aunque excepciones -contadas- también las hay.
Tenemos lo que nos merecemos, me dicen algunos de mis amigos. Y yo,
siempre, me niego a admitirlo. Porque el voto es el único capital
universalmente bien repartido, y la inteligencia de cada elector es un bien
mayor y, por ello, merecedor del mayor de los respetos.
Puede que sea predicar en el desierto (que os recuerdo que avanza cada día)
esto que escribo, pero el otro día le oí decir a un muy importante candidato
que hay en España una dosis excesiva de enfrentamiento. Y tiene razón, e hizo
bien en señalarlo.
Porque quizás sea lo peor de cuanto nos ocurre como pueblo. Algo empieza a
oler a podrido cuando parece que tiene premio atizar el enfrentamiento, azuzar
el odio y la inquina y promover el resentimiento hasta el punto de presentar la
concordia como atributo de débiles. Cuando el insulto a quien preside el
Gobierno es moneda de uso corriente (y si alguna vez ellos llegan a serlo,
¿pedirán el respeto que hoy niegan?), cuando la ignorancia atrevida y faltona
es jaleada como si de una excelsa reflexión se tratara (¡ay, si la justicia
social no fuera ya de la mano del cristianismo más auténtico!). Cuando agredir
-y siempre se empieza con palabras- levanta aplausos. Cuando, en fin, el
diálogo va enmudeciendo y avanza la nostalgia por aquella vieja dialéctica ‘de
los puños y las pistolas’ de quienes ayer proclamaban que el mejor destino de
las urnas era romperlas y hoy medran sembrando rencor, mentira y miedo.
Si la democracia es el arte de convivir, y la política la gestión pacífica de
la pluralidad y el conflicto en sociedades complejas, la que hace posible -y
deseable- vivir juntos y en paz, hagámosla más fuerte. Como la quisimos antaño.
Si a lo largo de estos días os sentís llamados a construir fraternidad (o
sencillamente buena vecindad) y a respetar al discrepante/diferente, decid
conmigo que esa (o ese) que lo dice merece vuestra atención. O incluso vuestro
voto.
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