La fuerza del primer gobierno de coalición
(a mí me gusta más hablar de gobierno compartido) de España, que está en su
capacidad de diálogo y de construcción de acuerdos amplios, se ha mostrado con
claridad en la reciente aprobación de los Presupuestos generales del Estado para
2023. Y aprovecho, de paso, para recordar que es en las Cortes Generales, y no
en periódicos, televisiones, radios o redes sociales, donde está representada
la soberanía nacional que reside, única y exclusivamente, en el pueblo que las
ha elegido.
Que esa fuerza y esa capacidad, el
capital de los que tienen poco (o ningún) capital -nos llaman ahora clases
medias y trabajadoras-, siga dando frutos y cambiando el país (que no
vendiéndolo ni rompiéndolo, que se cree el ladrón etc. etc.) depende del saber,
el tino y la prudencia de quienes lo componen y lo sostienen y apoyan. Y entre
estos últimos, que se cuentan por millones, me encuentro también yo, si bien sabiéndome
el más insignificante de todos.
Y aun insignificante, no me contarán ni
me encontrarán entre los que suman sus voces, presumo que sin querer, al vocerío
creciente de las derechas de todo tenor por hacer caer cuanto antes el Gobierno
legítimo y acabar con su obra, ya sea desde las filas socialistas, ya desde las
‘moradas’, ejerciendo su derecho –que respeto– a expresar libremente sus
opiniones, por más que seamos muchos los que -prudencia de los de a pie-
callamos voluntariamente las nuestras acerca de sus acciones. Quiero creer, y
así lo digo, que sin ser conscientes de cuánto daño hacen… y se hacen: a sí
mismos, y a los suyos. Que son, vaivenes de la historia, de uno y otro lado también
de los míos.
Y no digo esto ni siquiera
principalmente por los recién mentados, sino porque en este tiempo convulso y convenientemente
agitado el capital de prestigio internacional, de rigor y de valor de este
Gobierno, y de eficacia en la respuesta social ante los problemas, se puede echar
a perder, y hasta dilapidar, en un parpadeo.
Sobre todo si nos equivocamos de tiempos
y de objetivos. Los adversarios (a los que, por conciudadanos, no llamaré nunca
enemigos) no se encuentran dentro del Gobierno ni en sus apoyos sociales y
parlamentarios sino entre los que expanden y azuzan el ruido del que se nutren
los que quieren dividir a los españoles y a las españolas entre un ‘nosotros’ y
un ‘ellos’, entre el pueblo ‘verdadero’ y el ‘no pueblo’ al que antes llamaron
la antiEspaña, entre los ‘de aquí’ y los ‘de afuera’… e così via. Esos mismos que se sirven de la incertidumbre y del
desasosiego de los más débiles, halagando sus oídos a la vez que los condenan
al silencio y al olvido con sus políticas.
Y quizás por eso debieran nuestros
gobernantes poner el mayor de sus celos en
acertar. Y para acertar hay que saber distinguir, hoy más que ayer,
entre lo urgente-necesario-esencial y lo que lo es menos, por más que sea
importante. Porque lo primero, a mi juicio, sigue siendo luchar contra la
desigualdad galopante y al alza, insufrible para un corazón progresista y de
izquierdas. Y ese esfuerzo para la igualdad se llama sobre todo trabajo y
salarios, sanidad y escuela, medio ambiente, cuidados sociales y protección de
los bienes comunes y, para que todo ello sea posible, reforma fiscal justa.
Que el resto de cosas-por-hacer tengan
su agenda precisa va de suyo, pero es menester que lo importante no nos haga
perder de vista lo imprescindible. De fracasar en el intento, la
responsabilidad será de todos. De todos, sin excusas ni excepciones.
Y, de ser así, el futuro más inmediato
nos verá llorando lo perdido mientras nos despedazamos señalando a los ‘verdaderos’
culpables y a la espera de un día incierto en el que empezar a construir de
nuevo lo que hemos contribuido a demoler.
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