La mujer pinta de plomo sus pezones.
Le pueden los corajes, las heridas,
el dedo con que aprieta contra el aire
un lamento de plomo, un grito largo
que se quedó descalzo y sin pendientes.
Al caminar furiosa contra el viento
que ensucia sus caderas de hojas muertas
y trozos de ramitas embarradas,
sacude a manotazos la cal viva
con que la dictadura había borrado
sus pies y sus apremios, la belleza.
Entonces aparecen los diez dedos,
media suela aterida de un zapato
que caminó ruidoso sobre el mundo,
restos blandos de tela indescifrable
y un grito que revienta en su metal
porque hay pelo adherido a ese dolor
y la mujer camina arrebatada
con su roja clavícula en la mano
para escribir su nombre en las paredes
y en la calcinación de la caliza.
Del reverbero le arden los pezones
pero al llegar la tarde se consuela:
la tibia, el peroné de su esqueleto
apagan el rencor blanco de cal
y disuelven el óxido y el talco,
el miedo, las fracturas, los manteles,
el agua endurecida por el odio.
Y cuando duerme, olvida que en Oswiecim
guardan el pelo humano en una nave.
En el sueño, además, hay una niña
que duerme acomodada por completo
sobre un sol acabado y circular
como una mandarina luminosa.
María Ángeles Pérez López, en Atavío y puñal, Olifante: ediciones de poesía, Zaragoza, 2012.
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