martes, 10 de mayo de 2022

código

(…) De todo ese sufrimiento, de esa pobreza de héroes callados, de la felicidad de reírse y de comer un pedazo de pan con aceite y una punta de bacalao salado, una brizna de tonyina de sorra, vengo yo. Esos fueron mis abuelos. Siento una admiración casi ilimitada por esa gente, por sus ideas sobre el trabajo, por la claridad con la que separaba el bien y el mal, por su capacidad para sentir compasión por otros, sin darse cuenta de que ellos la merecían, porque ellos pensaban que lo suyo era otra cosa que no aceptaba la compasión: esfuerzo, trabajo, lo que por entonces se decía salir adelante. La compasión se reservaba para quienes no alcanzaban ese estadio. Creo que los residuos del código genético que me transmitieron aún me llevan a sentir aprensión ante cualquier brillo inútil (social, decorativo o literario) y a odiar a los oportunistas; a desconfiar de los que hablan más que hacen; del triunfo que no surge del esfuerzo, casi podría decir que ese poso genético me ha hecho desconfiar del propio concepto de triunfo. El mundo del trabajo manual ha conservado –cada vez más débilmente, es verdad– algo del viejo código popular (es el pueblo galdosiano, hoy borrado como concepto para ser anulado como grupo, como soporte y transmisor de pensamiento y de moral), y quizá sea esa la razón por la que me atrae tanto la fuerza física controlada por la idea de lo útil, energía aplicada a un fin, y odio los cuerpos que la derrochan en narcisistas ejercicios gimnásticos, corpachones que se deleitan en el ruido de sí mismos. En esta época en la que todos nuestros valores parecen haber tomado una oscura deriva, creo que, en los borrosos recuerdos de la miseria originaria, en el esfuerzo para que la miseria no te degrade, en ese mantenerse en un estrecho filo siempre amenazado (procurar que la ropa, aunque remendada cien veces, permanezca impoluta, no descuidar nunca el aseo personal, el decoro que uno se debe a sí mismo si quiere entrar en contacto con los demás), quedan algunos elementos en los que apoyarse para reconstruir ciertos pilares imprescindibles del código que venga si alguna vez este mundo de mierda salta en pedazos.

 

Rafael Chirbes, Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, Anagrama, Barcelona, 2021


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