Hará pronto 35 años de mis días en Kiev, a donde llegué por tren -toda una
noche blanca y mágica de samovares- desde Moscú. Tiempo de perestroika,
de deshielo en pleno noviembre (-20°), de calles regadas con un líquido lechoso
que nos recordaba la cercanía de las tierras arrasadas de Chernóbil.
En Kiev viví el orgullo de su gente por haber resistido ante los ejércitos
de la locura imperialista nazi, supe de su veneración por los niños, que fueron
futuro después de los millones -entre seis y siete- de ucranianos muertos
(bombardeados, fusilados, ahorcados, hambrientos… asesinados) en esa guerra que
en aquella Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas llamaban Gran Guerra Patria. Me confesaron allí,
casi al oído, su vergüenza por la intervención en Afganistán (la sala ad hoc en el museo estaba cerrada) y,
además de a la Ópera y al monasterio de Labra (y allí los ojos más hermosos que
he visto nunca), me llevaron a un koljós
del que nada diré.
Paseé por las calles que ahora quieren mancillar otros tanques -los mismos
de antaño con otras banderas-, esas que han vaciado de vida para sembrarlas de
muerte y miedo los mismos fanáticos imperialistas que hasta ayer se decían
hermanos y vecinos de buena voluntad. Los mismos, Putin su sombra y su cara,
que en unos días han echado por tierra decenas de años de movilizaciones y
luchas, de negociaciones y acuerdos, de convenciones y tratados por el desarme
y la paz, por la reducción y la destrucción de los arsenales nucleares.
Cuando mis días en Kiev acabábamos de perder en España el referéndum sobre
nuestra incorporación a la OTAN. Hoy pienso casi lo mismo, por no decir que
casi peor que entonces, de ese aparato militar, monstruo insaciable, que
engulle sin cesar armas, vidas y dineros. Pero no me confundo: hay una guerra
en la Europa que soñó la paz perpetua, y
un solo y único agresor, el aparato militar zarimperialista conducido por las
élites extractivas (oligarcas los llaman en la prensa) que han dejado en la
noche del olvido las nobles metas de aquel Gorbachov al que no le permitieron
cambiar la historia.
Los Putin, que no Rusia ni el pueblo ruso, desencadenando una guerra
económiconacionalista absurda y asesina, son los que están moviendo al mundo de
nuevo hacia el rearme, la desconfianza y el miedo. El cultivo perfecto para el
auge del fascismo. Ese en el que se
basarán, para mejor justificarla, los profetas de la ampliación y expansión sin
fin de la OTAN y su capacidad de destrucción.
No me alegra nada, por eso, que Alemania anuncie el refuerzo de su Ejército
e inicie lo que será sin duda alguna un camino seguro hacia el incremento del
presupuesto militar en todos los países de la UE. Serán las armas -y sus
fabricantes y sus traficantes- y los ejércitos, que no la educación, las
pensiones y la sanidad, las que se beneficien de las consecuencias de la locura
fría de los Putines todos.
Como no me gustaría tampoco que las sanciones económicas acabaran
arrastrando al pueblo ruso no hacia una exigencia mayor de democracia y
libertad sino al sentimiento victimista de estar doblemente acorralado: por sus
plutócratas autóctonos y ‘los occidentales’, que decía ayer su embajador en la
ONU.
En ruso, mundo y paz son la misma palabra.
A mi me gustaría tener una que significara a la vez mundo y paz, libertad y
democracia.
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