jueves, 12 de diciembre de 2019

trenes

    'El tren subió más allá de las nubes, flotando casi, sobre la densa niebla que se extendía hasta perderse hacia los mares del este. Llevó a los niños por sinuosos caminos de montaña que se alzaban sobre despeñaderos y junto a plantaciones, la tierra laboriosamente abarbechada por tantas manos, a lo largo de décadas y quizá siglos, en los lomos casi verticales de las cordilleras.
   Lejos de los pueblos y retenes, de amenazas humanas e inhumanas, los niños pudieron dormir, por primera vez en muchas lunas, sin temores nocturnos. Iban dormidos todos, e iban tan profundos en su sueño, que no escucharon ni vieron a la mujer que, también dormida, rodó hasta caer del techo de esa misma góndola, y que despertó dando tumbos mientras caía cuesta abajo hacia las afiladas piedras, se reventó el estómago con una rama rota y siguió cayendo, hasta que su cuerpo produjo un golpe sordo en la abrupta nada. El primer ser vivo que reparó en ella, a la mañana siguiente, fue un puercoespín de erectas púas y vientre colmado, henchido de adelfas, manzanas silvestres, retoños de álamo y alerce. La olisqueó un poco, sin interés, y siguió olisqueando camino hacia los resecos amentos de un chopo.
   Sólo una de las dos niñas que iban a bordo de la góndola, la más pequeña, se dio cuenta de que la mujer no estaba ya entre ellos. El sol había salido y el tren pasaba por un pequeño pueblo encaramado en la ladera este de la cordillera cuando, de pronto, un grupo de mujeres fuertes y robustas, con el cabello largo y bien cuidado y faldas también largas, aparecieron junto a las vías. El tren había bajado la velocidad un poco, como hacía siempre que atravesaba zonas más pobladas. La gente que iba a bordo de la góndola se sorprendió al principio, y las vieron con desconfianza, pero antes de que pudieran hacer o decir nada, desde abajo, las mujeres empezaron a lanzarles fruta y bolsas de comida y botellas de agua. Era fruta buena: manzanas, plátanos, peras, papayas chicas y sobre todo naranjas, que todos pelaron rápido y se comieron casi sin masticar, salvo la niña, que guardó la suya, escondida bajo su camiseta, para dársela a esa mujer. La mujer había sido amable con ella. Una noche, cuando la niña, sacudida por el temblor de una fiebre selvática, chillaba y gemía pidiendo agua, la mujer le había dado los últimos sorbos de su cantimplora. Pero la mujer ya no iba a bordo del tren. La niña pensó que tal vez se había bajado de un salto en alguna parada para alcanzar a su familia en uno de esos pueblos neblinosos mientras los demás dormían.'


Valeria Luiselli, Desierto Sonoro, Editorial Sexto Piso, Madrid, 2019
traducción de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...