Hoy, día de santa Cecilia, y en mi memoria
El
maestro
Una
banda no es una tribu, por más que las haya que hasta crean sus
propias palabras y las custodian. Claro que no todas las bandas son
una Banda. Ni todas las Bandas son La Flor de la Mancha. Que
queda todo dicho y claro con pronunciar su nombre. Una Banda sin par
que no hay otra que suene como la nuestra por más que pase el
tiempo..
Y
de esa Flor fui, antes que educando, hijo y ahijado. O hijo de pila,
como convenga al lector si es que la expresión le dice algo o se
encuentra entre sus saberes el que se refiere a la pila de
cristianar. De padre jornalero y músico, metido luego a tendero, y
padrino maestro y zapatero: el maestro de la música. El maestro, sin
confusión posible. Digo yo que con perdón de los que lo eran de
escuela, y mejorando lo presente.
Al
maestro lo trajeron los vientos de la postguerra y el destierro -el
suyo, de por vida-, esa condena de tragedia griega que movía
a los hombres de unos lugares a otros. A los hombres, y a sus
familias. Desgajados de su tierra natal, cortados de raíz de sus
raíces. Unos se fueron, como el tío Brígido, que dio con los suyos
en Alcázar. Otros llegaron, como Paco Martínez, zapatero y músico
autodidacta que venía de Villamayor de Santiago y había tenido un
cargo, el de alcalde republicano, que purgaría con cárceles y
extrañamiento. Sus historias, las de muchos como ellos, solo
alcanzamos a saberlas los muchachos cuando dejamos de serlo. Lo que
son las cosas.
En
vano esperó con mi padre que se retrasara el parto un día, por
aquello de cristianar a un Cecilio, y en vano se esforzó por que el
ahijado dejara de ser educando para pasar a mayores. Enérgico para
reprochar la falta de un sostenido con un y en qué andaréis
pensando que rompe la batuta en el atril, al fin y al cabo caña
frágil. Mucho más frágil que aquellas que se esmeran en colocar
como es debido, y bien lamidas, en la boquilla de sus saxofones los
que tiene el maestro más al alcance de su batuta. Esos que, ya noche
alta y las mulas en la cuadra, sacan de su estuche los instrumentos y
se preparan para el ensayo.
Los
veo ahora en esa foto antigua, ampliada, que cuelga en el pasillo de
nuestra casa del pueblo. Domitilo, Julio, Cruz -caramuerto
por mal mote- y muchos otros de aquella más tropa que banda que
viajó por esas tierras resecas subida a la caja del camión de
Conrado Chorlito, o de Giordano. Un solo camión para dos
dueños, transporte de arte y sueños.
Soñaron,
sí, aquellos músicos de pueblo, y gozaron de su momento mítico y
sus glorias, que los habré escuchado una y mil veces repetidos
durante años. La de aquel certamen radiado que patrocina la
madrileña sastrería Palomeque y finaliza con un nuevo recuento de
los votos que, ¡ay, dolor!, habían dado por ganadora a la gran
rival, la banda de la vecina Quintanar. Un pueblo entero escuchando a
su música en la placeta Bailén. O esa otra de arrancar un
premio no previsto con un pasodoble ensayado en solo un día. Y en
Valencia tuvo que ser.
Y
no faltó en su historia la cita con la épica. Que resistir a la
autoridad de la época con una huelga de boquillas y atriles en los
días de feria no era fácil. Aunque los músicos de pueblo, y sus
familias, lloraran por lo bajo viendo desfilar por sus calles una
Banda forastera.
De
otras resistencias ha quedado menos memoria. Pero pocos, muy pocos,
se atrevieron a hacer esperar a un ministro secretario general del
movimiento y a sus tres mil falangistas formados para la ocasión. Lo
hizo Paco Martínez, Paquillo Córdoba, músico y
zapatero, preso y desterrado. Corría el año de 1954.
Por
mi memoria corre la imagen afable del padrino ahora sin batuta y
sentado a su banco de trabajo, la lezna en la mano y cerca ese unto
que suaviza el bramante y ayuda a coser mejor. El maestro zapatero
que echa medias suelas o pone unas tapas. O me hace unas botas. A
medida, todo un lujo. Y de material, que no es cualquier cosa.
Porque el calzado bueno, como los balones de reglamento, no son de
cuero o de piel. Son de material.
Fue
la nostalgia de futuro, con el amor a la maestra -María, su
mujer-, la que inspiró -preso él en el monasterio de Uclés mutado
en cárcel, ella en la de Santander- la escritura de Ponte el
mantón, el pasodoble que pone siempre un manto de lágrimas en
los ojos de su hijo de pila.
Al
maestro le gustaban los cacagüeses y las aceitunas. Como a la pareja
de la Guardia civil que aparecía por la tienda noche sí noche no, a
punto ya de echar las correderas.
(En El tiempo hermoso, Almud Ediciones de Castilla-La Mancha, 2017)
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