jueves, 12 de octubre de 2017

pésame


(Antolín murió en abril. Tranquilo y en su cama. 
Se le paró el corazón mientras dormía, y no sufrió, me escribe María José, su hija.
Y no quiero que les falte mi pésame: que sepan que les acompaño en su sentimiento)

 

Pupitres

Antolín es de Herencia, y María, su mujer, lee una revista. Silabea en voz baja, moniquito, y va juntando palabras muy despacio. Lee a la antigua, en todo menos el ir recorriendo el renglón con el dedo, como cuando la lectura necesitaba de más órganos que el cerebro y los ojos y hasta el pasar de hoja se ayudaba del índice humedecido en la lengua. El gesto con que noveló Umberto Eco los asesinatos en la abadía de El nombre de la rosa donde reinaba un Borges bibliotecario metido a fraile, guardián celoso de un tratado sobre la sonrisa.
La lectura como viaje en este tiempo detenido de los hospitales en el que Antolín y mi padre, compañeros de habitación, aguardan pacientes su recuperación mientras sus acompañantes nos vamos acostumbrando a la lentitud de la espera.
No señales con el dedo, que está feo señalar. Una más de las prohibiciones de antaño, esta sin mediar explicación. Puede que no vieran nunca la estampa del almirante los que tuvieron a Colón por héroe casi exclusivo: hispanidad, raza, conquista, nuevo mundo. Isabelyfernando, y allí el índice extendido y, a lo que se ve, faltón. Así que señalar con el dedo, en mi mundo, se tuvo un tiempo por feo y mal visto. Por más que fuera el mismo que durante siglos sirvió para pasar página. Es decir, para mirar hacia delante. ¿Cosas del papel?
La lengua, por aquello de estas otras humedades, fue también un auxiliar fiel de la escritura. Y eficaz, que la punta del lapicero necesitaba del contacto con la lengua para pintar como es debido cuando desvaída y como difuminada su traza en el papel. Chúpalo, que no pinta. El lapicero, imprescindible a falta del bolígrafo (y el BIC aún se haría esperar). Y es que no era práctico ni útil ni al alcance de todos el complejo instrumental de tinta y tintero, plumín y secante. Ni limpio, de borrones sin remedio en un mundo de papel escaso y caro. De manchones en el guardapolvos a la que te descuidabas. ¡¿Has visto? Ya te has llenado, y ahora a ver cómo sale!
Los pupitres, aquellos de cajonera cumplida y amplia donde caber carteras y cabases y, si había, la orilla de pan con su onza de chocolate, venían ya preparados con sendos agujeros para el tintero -dos, uno por cada, una pareja de escolares por pupitre- y el rebaje doble donde dejar la pluma con su plumín, una goma de borrar, el sacapuntas y el lapicero sin miedo a que rodaran hasta el suelo por el plano inclinado de la tapa del pupitre. Que se abría hacia arriba como la de un baúl. Luego, a la salida, todo bien guardado en el plumier.
Me gustaban los lapiceros aplanados y gruesos que gastaban los carreteros, que esos sí que dejaban una señal clara y una huella bien marcada y, además de en la madera, escribían tan ricamente en el papel de estraza. Esos de llevar apoyados en la oreja, como hacen los del oficio. Mejores que un trozo de teja si se trata de pintar el Pórtico de la Gloria, como nos contó Manuel Rivas en El lápiz del carpintero. Y por ahí andará el que venía con el libro cuando lo compré. Tan triste y tan hermoso, y tan bien escrito.
De los otros, los de colores de Alpino, me regalaron un estuche grande unos reyes. Con el cuidado para que no se me gastaran. Calila me confesó más tarde, niño yo de barba blanca, que era el azul el que más le gustaba. Tanto como mirar a lo lejos las luces de Torafe.
María la de Antolín sabe firmar, y no como su madre, que lo hacía con el dedo. Que además de para señalar servía para dar fe de la identidad del prójimo que no llegó a tiempo de instruirse en las artes de la escritura. Otros hacían una cruz, que más que una afirmación parecían añadir una interrogante.
Quien sí sabía leer, y puede que sin mojarse el dedo al término de la página, y también escribir era Ruperto, el padre del compañero ocasional del mío. Se precisaba para ser Guardia de Asalto. Y mire usted, me dice el hijo con los ojos rasos de agua, que era tranquilo y bueno. Nos dijeron que dio un ¡Viva la República! que se oyó en toda la cárcel de Ciudad Real el día que el turbión del odio y la venganza se lo arrebató al mundo y a su mujer y a su hijo.
Tenía Ruperto 36 años. Y no se me olvida, dice el hijo, por más que pase el tiempo. Y yo no sé por qué los recuerdos se llegan hasta esta habitación de hospital donde los enfermos esperan, pacientes, su mejoría. Donde los acompañantes buscamos en la lectura un remedio contra este tiempo lento, casi detenido.


En El tiempo hermoso.

1 comentario:

  1. También guardo el lápiz de carpintero de 'El lápiz del carpintero'.

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