sábado, 20 de mayo de 2017

dar los días

Si te parece, podíamos ir a darle los días al tío León. Así la propuesta de mi abuelo, si era fiesta o domingo, o los hombres estaban de temporal, para que le acompañara a felicitar por su cumpleaños al amigo o familiar que ese día los cumpliera. Aunque más que cumplirlos, como ahora, por entonces los años se hacían.
El tiempo, también el biográfico, tenía otra medida y otro tempo, quizás entre lento y moderato. La pregunta por la edad no se traducía en años, y tampoco se inquiría por el cuánto. Era más importante el qué, ya fuera el qué de qué años, ya fuera el de qué tiempo. ¿Y qué tiempo dices que tiene? Anda, pues tu chica y mi chico son de un tiempo. ¡Y qué me vas decir, claro que tiene ya tiempo como para sentar la cabeza!
Aquel día de temporal, los chicos sin escuela, hacía los años el tío León. Seguro que mucho más jóvenes él y mi abuelo entonces de lo que yo ahora, pero con esas hechuras de hombres sin edad como eran todos los mayores. No hay más que ver las fotos, todas en blanco y negro, todas encima de la banca, hombres y mujeres de no más de cuarenta y ya ancianos. Tan corta la esperanza de vida que entonces ni se llevaba.
Del tío León me impresionaban el nombre y el porte, y que fuera su hija aquella novia que tuvo Nemesio, tan de buena planta que el par de dos que formábamos Antonio el primo y aquí el servidor de ustedes la apodamos, más por hacer rabiar que por celebrar su lozanía, la mula torda. Y cuando a la tarde, vueltos del campo y limpios mis dos tíos se iban a hablar con las novias a la puerta de la casa de ellas -si pasaban (sí, ya pasa) era otra, y más en firme, la relación- los dos primos nos apostábamos en la esquina de la calle del tío León para enrabietar al más pequeño de los tíos voceando como tontos aquella tonta letanía: ¡la mula torda, la mula torda! Sin parar hasta que un Nemesio harto dejaba el enamoramiento para correr detrás de nosotros con la correa en la mano.
No sé en qué modo influiría, si es que influyó, aquella tabarra que se repetía un día sí y otro también, y algún azotazo que otro y más que merecido, en que Antonio aborreciera las películas donde aparecían mujeres. Yo de mayor, decía, quiero ser detective, que los detectives no se casan. Y algún edipo le rondaba, porque eran legendarios sus berrinches si en alguna boda -que otra ocasión no había- veía a su madre, mi tía Rosa, bailar con alguno. Un berrinche que nunca venía solo sino arropado de algún que otro vocablo de los que pasaban por malsonantes, que proverbial era también su mala lengua. Ya contaré, ya, y espero que no se me olviden, un par de sucedidos que bien que lo retratan.
A saber si aquel día vino también mi primo a dar los días al amigo del abuelo que los domingos por la tarde y sin faltar uno se encerraba con los otros dos o tres de más apego en lo que hoy es la habitación oscura, donde la banca, con unos puñados de cacahuetes y un zurra. Decían que para echar una brisca, pero yo sé qué allí se sentían libres para hablar de lo que no se podía al aire libre. Muchos anochecidos, aunque no fuera domingo y si no tenía academia, se dejaba caer por la casa el maestro de la música. Hablaban moniquito en la cocinilla donde la radio.
Aquella radio que recibí como una herencia y en la que no cantaba Manolo Escobar. Y mira lo que te digo, mocetón, a ver si tú sabes lo que pasa, que en la radio de la tía Fidela sale Manolo Escobar, y en esta nuestra no se oye más que la Pirenaica. Mi abuela algo se barruntaba, pero nunca encontró explicación a diferencia de onda tan grande y particular. Tampoco Pedro se tomó nunca interés en aclarárselo, que a lo mejor seguía en el enfado de cuando su mujer, a la primera ocasión que tuvo de votar, votó a las derechas. Si es que nos lo veíamos venir, y pasó lo que tenía que pasar, contaba mi abuelo de aquella conquista del voto femenino.
A lo que íbamos, que a las felicitaciones llegamos y cumplimos. Siempre la misma fórmula, un auténtico rito que aún hoy me complazco en repetir, que cumplas muchos con salud, y la misma respuesta siempre, parte irrenunciable del ritual. Y el tío León: gracias, Pedro y compañía, y tú que lo veas.
Tengo fotos de mi abuelo recién salido de la cárcel. Envejecido y enjuto, como enteco. Tanto, que en los años que siguieron no hizo más que rejuvenecer. De semblante y de humor, y aun de amor, de tarde en tarde ese punto de tristeza y nostalgia en la mirada. Juro que los vi.


** A mi Paulita, que hoy hace los años,
con el deseo de que cumpla muchos con salud 

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