lunes, 20 de junio de 2016

65 millones

 La memoria, que con los años es más y más selectiva, retiene sin embargo la viveza de elementos largo tiempo en desuso. Así, los que aprendemos de niños con el refuerzo de la repetición y la ayuda de elementos rítmicos.
En mi caso, aquellas letanías -y sus latines: domus aurea, turris eburnea...- o, lo que quiero traer hoy al caso, las que nos enseñaron entonces como obras de misericordia a todos los niños sin excepción, católicos por decreto, y ahora sabemos que encierran un puñado de máximas y consejos que resumen la sabiduría antigua del mundo, la que fue destilando lentamente, en ese pausado y azaroso caminar de secularización -y de humanización- entre vavivenes de guerras y doctrinas, hasta convertirse en derecho positivo, en derechos humanos.

Por si la memoria fallara -que falla- las he buscado hasta encontrarlas (en una web episcopal, a falta de catecismo), aquellas obras que atienden por igual a las necesidades del cuerpo que a las desventuras del alma: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, consolar al triste...

Optimista por empeño y por naturaleza, aunque sin renegar del pesimismo de la razón a que estamos obligados los -y las- de nuestra generación, comparto esta mañana el parecer de un periodista que describe cómo naufragan a la vez en este mare nostrum que lo fue de civilización, con los cuerpos que van engrosando más y más esa enorme fosa común de agua y de ignominia, los sueños de una Europa que hizo de los derechos del hombre, y del derecho de asilo en particular, una de sus señas de identidad más claras y uno de sus pilares más firmes. Naufragan aquellas que fueron invitación a la misericordia, a que el corazón del hombre se abriera al hombre que sufre.

Vuelven con fuerza las fronteras, y los que mandan lo hacen -también aquí- con el  temor a esas minorías que se alimentan, agazapadas en el alma oscura del tiempo, del miedo que fabrican interesadamente los poderosos, sin saber que así, lejos de acallarlas, multiplican el eco de sus voces y la contundencia de sus zarpazos.

Escribí, hoy hace un año, un poema airado que llamé Sesenta millones. Un año después son ya sesenta y cinco los millones de personas en el mundo que buscan refugio. Merecerá la pena convocar de nuevo hoy, 20 de junio, a que se mantenga en pie el ideal de una patria única, la humanidad, de hombres y mujeres libres e iguales en derechos y dignidad. Y el de una Europa que recupere los sueños de prosperidad y justicia juntamente.
Mientras tanto, las obras de misericordia pueden ser un ejercicio saludable. Todas, y no solo aquella que nos convoca a enterrar a los muertos.


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