(Antolín murió en abril. Tranquilo y en su cama.
Se le paró el corazón mientras dormía, y no sufrió, me escribe María José, su hija.
Y no quiero que les falte mi pésame: que sepan que les acompaño en su sentimiento)
Pupitres
Antolín
es de Herencia, y María, su mujer, lee una revista. Silabea en voz
baja, moniquito, y va juntando palabras muy despacio. Lee a la
antigua, en todo menos el ir recorriendo el renglón con el dedo,
como cuando la lectura necesitaba de más órganos que el cerebro y
los ojos y hasta el pasar de hoja se ayudaba del índice humedecido
en la lengua. El gesto con que noveló Umberto Eco los asesinatos en
la abadía de El nombre de la rosa donde reinaba un Borges
bibliotecario metido a fraile, guardián celoso de un tratado sobre
la sonrisa.
La
lectura como viaje en este tiempo detenido de los hospitales en el
que Antolín y mi padre, compañeros de habitación, aguardan
pacientes su recuperación mientras sus acompañantes nos vamos
acostumbrando a la lentitud de la espera.
No
señales con el dedo, que está feo señalar. Una más de las
prohibiciones de antaño, esta sin mediar explicación. Puede que no
vieran nunca la estampa del almirante los que tuvieron a Colón por
héroe casi exclusivo: hispanidad, raza, conquista, nuevo mundo.
Isabelyfernando, y allí el índice extendido y, a lo que se ve,
faltón. Así que señalar con el dedo, en mi mundo, se tuvo un
tiempo por feo y mal visto. Por más que fuera el mismo que durante
siglos sirvió para pasar página. Es decir, para mirar hacia
delante. ¿Cosas del papel?
La
lengua, por aquello de estas otras humedades, fue también un
auxiliar fiel de la escritura. Y eficaz, que la punta del lapicero
necesitaba del contacto con la lengua para pintar como es debido
cuando desvaída y como difuminada su traza en el papel. Chúpalo,
que no pinta. El lapicero, imprescindible a falta del bolígrafo (y
el BIC aún se haría esperar). Y es que no era práctico ni
útil ni al alcance de todos el complejo instrumental de tinta y
tintero, plumín y secante. Ni limpio, de borrones sin remedio en un
mundo de papel escaso y caro. De manchones en el guardapolvos a la
que te descuidabas. ¡¿Has visto? Ya te has llenado, y ahora a ver
cómo sale!
Los
pupitres, aquellos de cajonera cumplida y amplia donde caber carteras
y cabases y, si había, la orilla de pan con su onza de chocolate,
venían ya preparados con sendos agujeros para el tintero -dos, uno
por cada, una pareja de escolares por pupitre- y el rebaje doble
donde dejar la pluma con su plumín, una goma de borrar, el
sacapuntas y el lapicero sin miedo a que rodaran hasta el suelo por
el plano inclinado de la tapa del pupitre. Que se abría hacia arriba
como la de un baúl. Luego, a la salida, todo bien guardado en el
plumier.
Me
gustaban los lapiceros aplanados y gruesos que gastaban los
carreteros, que esos sí que dejaban una señal clara y una huella
bien marcada y, además de en la madera, escribían tan ricamente en
el papel de estraza. Esos de llevar apoyados en la oreja, como
hacen los del oficio. Mejores que un trozo de teja si se trata de
pintar el Pórtico de la Gloria, como nos contó Manuel Rivas en El
lápiz del carpintero. Y por ahí andará el que venía con el
libro cuando lo compré. Tan triste y tan hermoso, y tan bien
escrito.
De
los otros, los de colores de Alpino, me regalaron un estuche grande
unos reyes. Con el cuidado para que no se me gastaran. Calila me
confesó más tarde, niño yo de barba blanca, que era el azul el que
más le gustaba. Tanto como mirar a lo lejos las luces de Torafe.
María
la de Antolín sabe firmar, y no como su madre, que lo hacía con el
dedo. Que además de para señalar servía para dar fe de la
identidad del prójimo que no llegó a tiempo de instruirse en las
artes de la escritura. Otros hacían una cruz, que más que una
afirmación parecían añadir una interrogante.
Quien
sí sabía leer, y puede que sin mojarse el dedo al término de la
página, y también escribir era Ruperto, el padre del compañero
ocasional del mío. Se precisaba para ser Guardia de Asalto. Y mire
usted, me dice el hijo con los ojos rasos de agua, que era tranquilo
y bueno. Nos dijeron que dio un ¡Viva la República! que se oyó en
toda la cárcel de Ciudad Real el día que el turbión del odio y la
venganza se lo arrebató al mundo y a su mujer y a su hijo.
Tenía
Ruperto 36 años. Y no se me olvida, dice el hijo, por más que pase
el tiempo. Y yo no sé por qué los recuerdos se llegan hasta esta
habitación de hospital donde los enfermos esperan, pacientes, su
mejoría. Donde los acompañantes buscamos en la lectura un remedio
contra este tiempo lento, casi detenido.
En El tiempo hermoso.