El cartel anunciaba una exposición -dibujos, pinturas y volúmenes- de Emilio Zaldívar en el Museo Fray Juan Cobo de Alcázar de San Juan. La exposición, que ya no recuerdo si formaba parte de la programación de la Feria, arrancaba el 3 de septiembre. En el año de 1983.
Y luego, Emilio, sempiterno narciso, heráclito menudo -Emilín-, atrapa el color y esculpe los paseos en tela, aunque, a buen seguro, inacabados. Y hay que perdonarle su osadía, que refleja en la inocente seriedad de sus mil caras (personajes sin cuerpo, máscaras con vida) y en la rotunda timidez de sus figuras.
Y le queremos por eso, por desbordar su asombro en la quebradiza geometría de sus formas últimas, geometría que nunca sabrá ser racionalista, y por la mixtura del cuadro con el hombre, y por esa madurez suya entreverada de humor y simpatía. Por haber sabido rebosar desde sí mismo ese caudal de amor sereno que se remansa en lienzo sin que acierte a borrar del todo una pequeña, inquietante, punzada de tristeza.
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