martes, 25 de marzo de 2014

una serena nostalgia

Comparto, con la inmensa mayoría de la que habla Alfonso Guerra en un texto inteligente y bien escrito, ese sentimiento, el de una serena nostalgia, en este mismo momento en el que se rinden honores de despedida en el Congreso de los Diputados al que fuera el primer presidente de Gobierno de la democracia recuperada, Adolfo Suárez.
Oigo lejanos por la radio los sonidos de la banda militar que acompaña el desfile de autoridades y familia por el paseo madrileño que los llevará a Cibeles antes de partir en un último viaje hasta Ávila, en cuya catedral reposarán los restos del Suárez junto a los de su esposa y los de don Claudio Sánchez Albornoz, el que fuera presidente del penúltimo Gobierno de la República Española.
Ironías del destino, tan azaroso. Juntos en sagrado un tan alto representante de aquella República que fue tildada de anticlerical y atea, y uno de los herederos políticos de aquellos que la destruyeron con la contundencia inapelable de la razón de la violencia y de las armas y que aún hoy la vilipendian e insultan.
Y es esa nota, casi anecdótica y perdida en la maraña de necrológicas, recuerdos y panegíricos de estos días, la que me lleva a evocar, yo también, mis dos encuentros personales con el presidente Suárez. Un recuerdo, como todos los de esos años, teñido de la bruma del tiempo ido y de cierta nostalgia. De una  nostalgia serena.
Fue en el segundo de los encuentros, hace ahora casi exactamente treintaysiete años, cuando el entonces presidente -que no por los votos populares sino por la gracia de las leyes franquistas y el deseo de un joven  rey entonces impuesto- recibió en su despacho y ante un grupo de cinco o seis jóvenes recién titulados la llamada que le anunciaba la decisión de aquel Gobierno legítimo de la Segunda República Española de disolverse, una vez canceladas las relaciones diplomáticas con México, el único país que en ese momento seguía reconociendo oficialmente esa legitimidad. Una disolución que se haría oficial el 21 de junio, celebradas ya las primeras elecciones libres que darían paso a unas Cortes y a un proceso constituyente.
Se produjo el encuentro como consecuencia de lo que entonces yo consideré un acto de afirmación y coherencia, pero que otros me hicieron ver como el de una cierta temeridad no exenta de riesgo. Pero que tuvo la virtud de ponerme en la pista también de las intenciones y de las hechuras de aquel personaje recién alumbrado desde el corazón mismo del Régimen franquista, la Secretaría General del Movimiento, el Partido Único de ideario totalitario y fascista.
Nos había recibido el rey, acompañado de Suárez y del entonces ministro de Educación, cuyo nombre ni recuerdo ni me he molestado en buscar, para hacernos entrega del Premio Nacional Fin de Carrera que nos había sido concedido a una veintena de jóvenes titulados universitarios. Que coña ya tuvo la cosa: un militante de un partido ilegal y clandestino, mi PCE de entonces, recibiendo un premio de aquel Movimiento que me repugnaba... pero también cincuenta mil pesetas, todo un tesoro para unos recién casados y padres jovencísimos -¡Amandita, amore!- que vivíamos de prestado y con una beca de quince mil pesetas al mes.
Entre los premiados, de todo. Hasta una nieta de Milán del Bosch ('saludos a Jaime', le diría el rey aquella mañana, y qué vueltas que da la vida, que digo yo hoy), aquel general golpista de los tanques en Valencia cuatro años más tarde.
Y del rey, la espera. Que nos habían advertido de que ninguno podíamos dirigirnos a él sin que él hubiera hablado, dirigiéndose a nosotros, primero. Y finalizada la ceremonia de entrega de los diplomas, no hablaba. Y el silencio iba siendo cada vez más incómodo. La reina no estaba, y fue esa circunstancia, y la de darnos sus saludos, la que pareció animar a don Juan Carlos a romper a hablar... para que pudiéramos hablar con él también los presentes. De todo un poco, aunque la primera pregunta ('¿y tenéis todos trabajo?') de un rey que luego presumiría, sobre todo, de su habilidad para burlar a su escolta fue ya motivo de la primera queja colectiva que tuve ocasión de iniciar y protagonizar ante la monarquía.
Pero no fue ese el caso del atrevimiento que os decía, sino que Suárez, roto ya el protocolo, quiso hacer un corrillo con algunos de nosotros -los otros quedaban bromeando con la realeza- en el que nos invitó a hacer las preguntas que quisiéramos... dada la inminencia de las elecciones cuya convocatoria contemplaba aquella Ley para la Reforma Política que habia sido ratificada en Referendum a finales del 76.
Y yo hice, entre otras de los otros que me parecieron anodinas, las dos que me rondaban. ¿Para cuándo la legalización de todos los partidos políticos?, ¿y votarán los mayores de dieciocho años?. Se hizo el silencio, y Suárez se puso serio, aunque fue solo un momento fugacísimo.
'De lo primero no podemos hablar aquí, y menos estando el rey presente, que debe quedar al margen de estas cuestiones', fue más o menos lo que me vino a decir. 'De lo segundo, no hay tiempo, porque habría que modificar leyes que requieren una tramitación que ahora no es posible'.
Y fue aquí cuando lo de mi pequeña osadía. Porque le dije -y es que lo habíamos estudiado a fondo- que no, que no era así ni podía ser así. Que no habría democracia ni elecciones libres si no participaba el Pecé, y que los mayores de dieciocho años podrían votar con solo cambiar el Código civil, que era la norma donde encontraba concreción numérica esa mayoría de edad exigible para poder ejercer el derecho al voto.
No era un reto. Pero tampoco fue una respuesta brusca la del presidente. 'Veré lo que me dices, y tendré en cuenta esa observación. Si venís a verme a mi despacho hablamos de todo esto.'
Ahí, en el talante y en la respuesta, intuí que algo distinto había en ese hombre sonriente y en su actitud. La comprobación, en esa mi primera visita a La Moncloa, mi segundo encuentro con un presidente que, nada más verme, me dijo 'Tenías razón con lo del código civil y la mayoría de edad'.
Que alguien con tanto poder reconociera sin mayor problema que un don nadie como yo tenía razón, esa espontánea sinceridad casi humilde, es algo que, a mis ojos, le honró ya para siempre. Y así lo he dicho a todos los que me han querido oir. Su sinceridad derrotó mi arrogancia. Y el código civil se cambió en 1978 para establecer la mayoría de edad en los 18 años que permitió a tantos y tantas jóvenes ejercer en el Referendum de la Constitución en diciembre de ese mismo año el derecho al voto que a tantos otros se les negó en junio de 1977.
Y que un presidente de aquellos tiempos convulsos y esperanzados dedicara más de dos horas de su tiempo presidencial -eso sí, off the record- a media docena de recién licenciados fue también todo un síntoma. Un tiempo en el que tuvimos ocasión de hablar -ya está dicho- del Gobierno de la República en el exilio, de la ETA y de un tal Bandrés del que Suárez habló con respeto -'empieza a moverse algo en el norte, una parte de ETA quiere convertirse en un partido sin violencia, y ese es mérito de Bandrés'-, y de cómo aquel oscuro, sospechoso y  nefasto GRAPO -del que formaba parte el hoy igualmente nefasto y oscuro y sospechoso Pío Moa- tenía en su poder, a la vez que a los secuestrados Villaescusa Quilis, un militar, y Oriol y Urquijo, un civil, ambos en la cúspide del poder jurídico, información y material capaz de captar las conversaciones de la policía que los buscaba.
Un encuentro en el que tuve la fortuna de conocer a Carmen Díez de Rivera, más menuda y frágil, y más guapa, de lo que parecía en las fotos, y el honor (?) de recibir la invitación de Adolfo Suárez para formar parte de las candidaturas de aquella UCD que ganaría las primeras elecciones ('porque hacen falta personas que representen el futuro y no el pasado... aunque ya sé que algunos de vosotros tenéis una militancia que todavía no puede ser pública y que respeto'). De recibirla, la invitación, y de declinarla con respeto. No fui diputado entonces, y no lo seré ya.
Pero esa es ya otra historia, que quizás vaya contando. Hoy se trata de Adolfo Suárez. De decirle adiós. Con la serena nostalgia de un tiempo que pasó.


jueves, 6 de marzo de 2014

cv: dos poemas


Bajo amorosa sombra

Cúrame con tus manos,
toca de mí el olvido
que se fue acomodando entre los pliegues.
No venga la tormenta a amordazar mis sueños,
sólo esta lluvia suave, vespertina
despierte en mí los pétalos dormidos.

Desnúdame en silencio,
hoja por hoja
hasta dejar al descubierto el punto
del estremecimiento.
No debe haber estrépitos
que vulneren la calma de mi piel
tendida para ti como un estanque
en donde sólo el toque de tus labios
perturba la quietud.
No quiero los platillos
festejando con notas deslumbrantes
la pasión de los cuerpos,
ni los timbales ebrios
apurando la noche;
sólo la melodía de una flauta
tenue pero sinuosa
que adormezca con ritmo acompasado
estos miedos que vas quitando al paso.

Disuelve con tus dedos
el dolor y sus máculas guardadas
en rincones ocultos;
que se adelgace el tiempo
con tu humedad benigna
hasta llegar al límite de lo que no ha sufrido
magulladura alguna.

Devuélvele la paz a mis palabras
deseosas de ser playas
donde arriben tus barcas sigilosas.
Este amor en penumbra
aluza más que el sol
la gruta en que se había escondido
una parte de mí,
tal vez la más secreta.

Acerca con prudencia
toda tu voz, tus años, tu tibieza
y cuídame despacio
como una flor quebrada
que revive por fin
bajo amorosa sombra.



Zona de fumar

El cigarro es la soledad que uno elige
César Luis Menotti

Miro a esas mujeres que fuman sus cigarros
como si hicieran el amor.
Una de ellas desprende la cintilla de celofán
con la gravedad de quien desabrocha un cinturón
o desanuda una corbata.
Otra acaricia con tres dedos la lisura blanca
anticipando un fuego conocido,
queriendo retrasarlo.
Hay la que lo detiene con los labios
disfrutando su peso,
su seca desnudez
y después lo humedece para volverlo propio.
La primera lo absorbe hasta el abismo,
se hace un poco de daño
para sentir que existe.
La segunda lo mira iluminarse
y consume en secreto sus recuerdos.
La tercera sacude la ceniza,
mira el humo
como quien se despide en una calle solitaria.
Una lo apaga con pequeños golpes,
sabe de espasmos.
Otra lo tira al piso, lo tritura
y esa violencia la desquicia suavemente.
La tercera lo deja consumirse
porque no le gusta apresurar ningún
desprendimiento.
Parece que platican,
desayunan en este restorán,
piden la cuenta, así, como si nada.
Pero sus cuerpos habitan otra realidad,
sus almas vibran,
su soledad salvaje las denuncia.
 

(Carmen Villoro)

villoro

He dejado que pase febrero, corto y algo loco, frío, y hasta dispuesto estuve a dejar que marzo fuera una página en blanco. Entre pereza y abulia, son de nuevo los meandros del azar -el otro nombre de la necesidad y de cuyos avatares quiero seguir dando fe- los que me arrancan y me mueven a escribir.
Movido, ergo motivado, por dos noticias que se cruzan en la mañana : la que me llega de la doliente Sinaloa y me descubre dos poemas de una mujer que se dice de piel oscura y yo descubro de verso claro, Carmen Villoro, y esa otra que, por los caminos inciertos de un twit en que me nombran, me anuncia la muerte del filófoso -de indigenista lo califican- Luis Villoro.
De don Luis, como le llamaba aquel Subcomandante insurgente de nombre Marcos, tenía yo referencias más bien superficiales, pero no así de Juan Villoro, habitual de la prensa española que leo y novelista. Ahora sé que son padre e hijo, y por el hijo descubro ahora del padre motivos para haberle tenido más en cuenta y en mayor consideración y estima. Aún es tiempo.
Pero es de Carmen, de quien descubro después el doble parentesco, la noticia primera que me llega hoy desde Culiacán. Poeta que conoce bien, por oficio, los entresijos del alma y sabe decir sencillo el poder luminoso y humilde del deseo. Que desvela la antigua afición del padre por los búhos, devoto al fin y al cabo de Minerva, y que escribe versos de belleza serena


(...)
Acerca con prudencia
toda tu voz, tus años, tu tibieza
y cuídame despacio


Tres Villoro y un mismo azar. Tan a tiempo. Tan necesario.

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