sábado, 13 de febrero de 2016

exilios

Colm Tóibín publica nueva novela. Y su nombre, largo tiempo en las oscuridades de mi memoria, emerge en estos días como si un reclamo desconocido lo invocara.
Si anteayer -mientras veía Brooklyn, la adaptación al cine de la novela del mismo nombre, esa que provocó la burla de mi afición por Babelia, y pensaba en la soledad sin sosiego del exilio que la nostalgia no hace más que avivar- fue la rememoración de una cena en un pub (nor)irlandés y la herida, tan profunda como gratuita, del desdén y la afrenta por quien yo jamás podía ni pensar siquiera, ayer fue el encuentro, tanto tiempo olvidada, perdida en la timidez de una estantería, de El sur, la primera de las suyas y la primera que el azar me puso en suerte de leer.
Habla también de ese exilio del que jamás se vuelve, del dolor del recuerdo, de la pérdida. Ya no lo recordaba. Y puede que no importe, y que acaso tengan razón los que escriben cuando dicen que siempre acaban por contar la misma historia. Quizás porque son los mismos recuerdos los que vuelven una y otra vez al presente. Esos de los que solo la escritura nos puede redimir.
Hoy, la noticia del nuevo libro, Nora Webster

foto de Bernardo Pérez
'(...) Enniscorthy le recordaba en algunos aspectos un pueblo catalán, Llavorsí, quizá, o Pobla de Segur, muchas colinas y un río que pasaba entre ellas. Y el frío también se lo recordaba, el frío intenso y vigorizante. Cruzó el puente y siguió por la orilla del río. No había ninguna barca en el agua, los arrendatarios que estaban allí cuando ella era joven habían desaparecido hacía mucho tiempo, pero aún había almacenes al fondo de la plaza Abbey. Intentó localizar el antiguo café de Turret Rocks en lo alto del pueblo, pero al parecer había desaparecido.
Lo recordaba todo. Qué quieto e invariable era todo. (...)'

(Colm Tóibín, El sur, Emecé Editores, 2003, pág. 162. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez)

viernes, 5 de febrero de 2016

juan

'(...) los pobres no heredan bienes inmuebles ni acciones bancarias, 
heredan taras, enfermedades, manías y sentimientos'
(Rafael Chirbes, Paris-Austerlitz, primera edición, pág. 89)

De vuelta ya, tarde del 29, en el mediadistancia que me llevaba de regreso a casa, empecé a leer esa última -y breve- novela que tenía en ganas desde que conocí el anuncio de su publicación. Novela póstuma que habla de amor y de muerte: del amor como trampa mortal. Y en ella anduve y con ella entretuve el tiempo de un trayecto igualmente corto, mi pensamiento herido.
Venía -volvía- de dar sepultura a mi primo Juan el rubio, singularidad genética que combinó con el rasgo, algo más extendido en la familia, de sus ojos azules, y apelativo que ahorraba al interlocutor pronunciar su nombre. Tu primo, el rubio... con el que compartí mesa y habitación, y no pocas veces cama (siempre que en aquel piso de Vallecas el espacio se contraía con las visitas: que venimos de médicos, que se nos casa la chica, que tiene pernocta el quinto que es novio de, sobrino de). Con el que vivimos intensamente aquellos años, Económicas él y yo Filosofía. A él acabaron deteniéndolo, y en el Gobierno militar lo reclamó mi padre. Tiempos.
Con Juan comparto herencia. La de esa abuela -la mia paterna que fue la suya materna- que nos dejó el legado de un gen loco que puede trastocar el curso normal y el funcionamiento de los órganos que se dicen  vitales. A Juan se los ha venido carcomiendo durante los últimos años tal que al Michel ouvrier de la novela, por más que de causas muy distintas.
Herencia de pobres. Taras y enfermedades que truncan vidas. Manías, quizás las de ese empeño en una felicidad sencilla de hijos adolescentes. Y sentimientos, en especial el de la pérdida ya sin reparación posible: ese que experimentamos los supervivientes, el que percibí en el errático moverse de D., el hijo, incapaz de gestionar la muerte mientras la salmodia del cura se perdía entre la lluvia casi imperceptible que quiso acompañarnos en el adiós.
Juan murió el 28 de enero. El día en que María cumplió 89. 
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