sábado, 28 de febrero de 2015

al vuelo

Uno.

Leo (en la prensa comarcal) que el nazareno se cubrirá tal vez pronto con túnica hecha de un traje de luces del torero. Y se me va el sentido del tiempo, y entiendo quizás mejor la deriva de la historia.
La España de cerrado y sacristía no fue la de un mañana efímero destinada a morir, que dijera el poeta. Ni la iglesia de estas luces con vuelta al ruedo -¿y salida a hombros?- se parece a la que le tengo oído a Francisco, el Papa de Roma.
Eso sí: el torero devoto le puede regalar el traje a quien le de la gana, que para eso es suyo. La túnica, al parecer, modesta, ‘de diario’.

Dos.

Oigo (en la radio, cadena nacional) a una madre decir que la enfermedad de la que murió su hija es una de esas enfermedades no rentables. Porque, al tratarse de una enfermedad rara -de las infrecuentes, escasas o desacostumbradas- no interesa ni a investigadores ni a laboratorios farmacéuticos.
Y pienso hasta qué punto el economicismo, el sentido capitalista de la vida -y de la muerte, y de la salud- ha conseguido que enfermen nuestras conciencias.

Y tres.

Me debato hoy entre escribir desde la España de la rabia y de la idea o darme a la reflexión para tratar de encontrar razones -si las hubiera- que me ayuden a entender estos tiempos, insólitos de tan viejos. Será que -Marx difuminado- prefiero seguir confiando en la fuerza de la razón -si amable, tanto mejor- antes que dar mi confianza a la razón de la fuerza.
Fue hace días la España 'de cerrado y sacristía' del torero que regala sus luces -espero que no todas en su traje- para túnica 'de diario' del cristo nazareno.
Es hoy, pasado el debate del mandamás faltón nervioso e impertinente, cuando leo que estamos en vísperas del evento donde habrán de sumarse luminarias heterogéneas -más toreros, muchos, y un consejero no sé si de muchas luces en esas lides- en torno a las ponencias del I Congreso Internacional La Tauromaquia como patrimonio cultural a celebrar en la hospitalaria ciudad de Albacete bajo los auspicios de la presidenta de Castilla-La Mancha, esa que nunca entenderá que una sola escuela rural de las que ha cerrado vale más que todos los ruedos de la Mancha patria juntos, y del ministro J.I. Wert, que -perdido, junto a otros sentidos, el del ridículo- tampoco lo entenderá.
Y hoy es también cuando en el BOE podemos leer los españolitos, perplejos o no, el nuevo currículo* de la asignatura de religión -católica, of course- aprobado por la jerarquía de la Iglesia del mismo nombre (la misma que aprobará el contenido de los libros de texto y propondrá el nombre de los profesores).
Un currículo que considera un hecho de evidencia la existencia misma de Dios, que instruye en la justificación desde la fe de la condena de Galileo -eppure, si muove- y sentencia que los pobres mortales somos incapaces de encontrar la felicidad por nosotros mismos.
Será por eso que nos quieren a todos devotos de Frascuelo y de María.

(*) Que no seré yo quien lo critique. Allá el padre, la madre o el escolar adulto que reclama libremente y para sí -o para su pupilo- tal enajenación de conciencia.

28f

MIS AMIGOS SABEN
que siempre investigué
en el color de los sueños.
Que el hijo tenía en su aura el verde
sin que le imaginara un atisbo de sombra,
la que los padres atenuamos
para que no se manche el silencio.
Que la soledad lleva en sus ojos
la esperanza del náufrago
y por eso, precisamente por eso,
es el azul de los borrones
de tinta en un momento dado.
Que los libros que no se leen
y releen contienen
los matices centrales del olvido.
Un día me estallaron dentro
las tres heridas juntas
y fue la rebeldía un cuadro
de Benjamín Palencia que
dejó de iluminarme
al alba sobre todo,
cuando se dan de alta los colores;
la musa sospechada que María
solía pronunciar con mayúscula
y el artículo por delante para así degradarla;
aquellos que metieron en camiones
-como ladrillos o sacos de cemento-
los libros mientras yo era una lágrima.
Un día como si tres fueran uno.
Un día como si fuera todos los días.
Pero no diré más del color de los sueños.
Y es porque el rojo de la sangre
se hace negro en el alma cuando aprieta el dolor.

Antonio Hernández, Nueva York después de muerto (Calambur, Madrid, 2013)

miércoles, 4 de febrero de 2015

hablar

Torturar el lenguaje, buscar que las palabras digan lo que no son para -en lugar de iluminarla- enmascarar la realidad y hacer de la mentira verdad, es práctica de ya larga tradición y tiene acreditados maestros. De triste memoria aquel ministro nazi de la propaganda que acabó vendiendo las derrotas de sus ejércitos como repliegues ofensivos sobre la retaguardia y a punto estuvo de ganar en la radio y los noticieros la guerra que iba perdiendo en los campos de batalla. Más caseras, las retóricas imperiales de los fascismos propios o cercanos que decretaron la inexistencia de los obreros borrando la palabra y convirtiendolos en productores (hoy, reviviscentes los ideólogos de antaño, mutados en emprendedores asalariados de sí mismos y ya sin amo ni patrón) y hasta consiguieron, sumando la cárcel y la violencia a las argucias que permite la semántica, la desaparición de las huelgas, esos ceses temporales de la producción de tan incierta autoría como hambre garantizada.
Estos tiempos de hoy vienen marcados por ese lenguaje torturado que trata de ocultar bajo el ropaje noble de la palabra austeridad el dolor y el sufrimiento que está provocando la alianza del capitalismo más depredador con la corrupción que envilece la política. Que llama reformas a las acciones de expolio sistemático de bienes y servicios públicos y a la negación de hecho del ejercicio de derechos fundamentales. Que es capaz -Cospedal mediante- de titular como Plan de Garantía de los Servicios Básicos al que fue, llanamente, el recorte de recursos materiales y humanos que ha diezmado la sanidad y la educación públicas y convertido en un espantajo la atención a las personas dependientes.
Pero la novedad más actual, y dolorosa, quizás sea la de esa prisión permanente revisable con la que los que nunca celebraron la supresión constitucional de la pena de muerte han rebautizado la cadena perpetua que abolió la Constitución del 78. Buen asunto para que lo exploren los que defienden que el lenguaje no solo describe la realidad sino que es capaz, ademas, de crearla.
Y llegados a este punto, el partido que acuñó aquel eslogan que identificaba socialismo con libertad -y en cuyo censo me encuentro- acaba de poner su firma (y descubrir casi simultáneamente las dificultades para explicar tal desafuero) en un pacto que persigue incrementar la eficacia en la lucha contra los terrorismos de nueva marca amenazando con una condena de por vida a quienes están convencidos de que la muerte -la propia, y más si en compañía de algunos no creyentes- los conduce directamente al paraíso.  
El caso es que los que dicen estar en contra de la cadena perpetua que no quiere ser llamada por su nombre acaban por aceptarla poniendo su firma en tal acuerdo y anunciando, para mayor confusión de un personal ya de por sí perplejo, que de inmediato invocarán la Constitución para tratar de anular una pena de esa naturaleza.
Hablar -me repiten estos días- hace daño al partido. Sus razones tendrán, dicen unos. Otros, más intrépidos, hasta se sirven del símil del general y los soldados (el que manda, los que obedecen...) Y yo, que sé que sin ética no hay política, puedo hasta aceptar -como me dicen los más cercanos- que no es tiempo de renuncia ni de mudanza.  
Ni tiempo de silencio.
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